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Crisàlida

El árbol verdinegro
se estría de amarillo tierno y se encostra.
Vibra en el aire una piedad por las ávidas
raíces, por la hinchada corteza.
Vuestros son estos tallos
cortos que se renuevan
en el hálito de abril, húmedos y alegres.
Para mí que os contemplo desde esta sombra,
otro brote reverdece, y sois vos.

Cada instante os aporta nuevas hojas
y su estremecimiento acrecienta cualquier otra
alegría fugaz; viene en impetuosas ondas
la vida a este extremo recodo de huerto.
Ahora cae vuestra mirada sobre las glebas;
una resaca de pasado alcanza
a vuestro corazón y casi lo sumerge.
Lejos resuena un grito: de golpe el tiempo
acelera, desaparece con remolinos rápidos
entre los guijarros, se apaga todo recuerdo; y yo
desde mi oscuro rincón me uno
a ese solar advenimiento.

No pensáis lo que entonces, como hoy,
os atraía el silencioso compañero
que un mediodía lejano os llevaba.
Sois mi presa, que me of recéis
una breve hora de temblor humano.
No querría perder siquiera un instante:
es esta mi parte, cualquier otra es vana.
Mi riqueza es esta agitación
que os traspasa y hacia arriba
os vuelve el rostro; este lento
giro de los ojos que ahora ya saben ver.

Así la certeza de un momento
es un ondear de toldos y de árboles
entre las casas; pero la sombra no abandona
y os reclama, opaca. Apareced
entonces, como yo, en el limbo escuálido
de las defectuosas existencias, y también vuestro
renacimiento será un secreto estéril,
un prodigio fallido como todos
los que florecen en torno.

Y la ola que se descubre más allá de las barras (*)
cuánto nos habla a veces de salvación;
cuán ágil puede surgir
la ilusión, y desprender sus humos.
Van en espiral sobre el mar, ahora se funden
sobre el horizonte a manera de goletas.
Inicia una de ellas un vuelo sin rumbo,
el agua de plomo como alción prófugo
roza. El sol se sumerge en las nubes,
la hora de fiebre, tiembla, se cierra.
Un glorioso anhelo sin estrépitos
nos golpea en la garganta: en el mediodía sofocante
aparece la barca de salvamento, está cerca:
vedla aquí agitarse entre las varadas (*),
larga uno de sus botes que vuelve
al dócil rompiente—y allá nos espera.

¡Ah crisálida, cuán amarga es esta
tortura sin nombre que nos gobierna
y nos lleva lejos—y después no quedan
siquiera nuestras huellas sobre el polvo;
y seguiremos adelante sin mover
una sola piedra de la gran muralla;
y quizá todo es invariable, todo está escrito,
y no veremos surgir por tanto
la libertad, el milagro,
el hecho que no era necesario!

En la onda y en el azul no hay estela.
Ha variado el aspecto de la orilla
antes recogida como un dulce regazo.
El silencio nos encierra con su orla
y los labios no se abren para decir
el pacto que yo quisiera
establecer con el destino: expiar
vuestra alegría con mi condena.

Es el deseo que nace aún en mi pecho,
luego acabará todo movimiento. Pienso entonces
en las tácitas ofertas que sostienen
las casas de los vivientes; en el corazón que abdica
para que ría un inconsciente niño;
en el limpio filo que corta, en la pira
muriente que se aviva
con una seca rama, y hierve temblorosa.

(Eugenio Montale, Ossi di seppia; "Crisalide".
Traducción par F. Ferrer Lerin;
Alberto Corazón Editor, Madrid, España)